El gigante de Fornells era conocido por su furia y por ser un solitario. Todo el pueblo le temía; nadie osaba acercarse a él. Todo el tiempo estaba quieto en el mismo lugar del puerto, vigilando con la cara atirantada y avinagrada el paso de las embarcaciones. Nadie en el pueblo sabía por qué estaba siempre de tan mala leche, pero nadie se atrevía a acercarse para preguntárselo. Las madres habían prohibido terminantemente a sus hijos acercarse a él y la policía había establecido a su alrededor un perímetro de seguridad. Mezclado con el temor, la gente envidiaba, eso sí, que el gigante fuera tan alto y pudiera coger sin esfuerzo las manzanas de los árboles.
Un día un niño llamado Jordi, que había escapado del control de sus padres persiguiendo su pelota, se dio cuenta que sin querer había llegado hasta los dominios del gigante. Cuando se dio cuenta se dio la vuelta e hizo un amago para echarse a correr, pero el gigante abrió los ojos y con una voz aflautada le espetó:
-Oye, chico, ¿puedes hacerme un favor?
Jordi se quedó asombrado porque de la boca del gigante no habían salido rayos y truenos, y porque parecía que no tenía demasiada intención de comérselo de un bocado.
-¿Qué quieres?
-Verás- le dijo el gigante con lágrimas en los ojos-. Me pica mucho un pie, desde hace mucho tiempo. Soy tan alto que no puedo agacharme y rascarme yo mismo...